Las raíces de la violencia

Nuestras creencias y nuestras maneras de procesar la información que recibimos a través de nuestros sentidos, es decir nuestra forma de interpretar el mundo que nos rodea y las creencias que hemos adquirido y forjado en base a la educación, experiencias, etc., son las que van a determinar nuestros sentimientos y comportamientos.

En un principio, a lo largo de cientos de miles de años, la percepción de un ruido, la interpretación de peligro y la reacción primaria, instintiva, impulsiva e inmediata ha sido sumamente necesaria para sobrevivir. Imaginemos este tipo de reacción ante cualquier ruido en la noche, es decir, se produce un ruido, se interpreta como peligro, el homínido se activa, se sobresalta y reacciona cogiendo un arma y defendiéndose o poniéndose a salvo huyendo. Con que solamente una de cien veces fuera real la presencia de un predador peligroso y con dicha reacción salvara la vida, sería suficiente para justificar esta reacción impulsiva.

Es por todo ello, por lo que la consecución de situación (por ejemplo un ruido), interpretación de peligro y por tanto la reacción, es algo muy gravado en nuestro psiquismo que se activaba de forma coherente ante potenciales peligros y que justificaría su permanencia, el simple hecho de estar acertado de vez en cuando, aunque fuera una de mil veces, salvar la vida lo justificaría. El precio es que eso ha quedado fuertemente gravado en nosotros y en el mundo actual en que vivimos, al menos en gran parte de occidente, no hace falta en general, pero la herencia genética nos dota de la posibilidad de reaccionar así.

Si afinamos un poco más y nos centramos en el significado que damos a nuestras interacciones, y cómo este significado, en muchas ocasiones del hombre primitivo era en términos de peligro, pues o peligraba la prole, o la comida, o simplemente el poder, nos encontramos en que llegaba a automatizarse en gran medida la respuesta hostil, impulsiva como algo necesario para la supervivencia. Por otra parte, sin miedo no hay reacción y sin ira y hostilidad se hacen muy difíciles el ataque o la defensa. Es por ello que podemos decir que en el nacimiento de la ira y la hostilidad, está el significado que damos a nuestras interacciones, aunque pudieron en nuestra prehistoria ser estrategias útiles, hoy, en muchas ocasiones, nos perjudican más que lo que nos benefician.

En aquel entonces podía resultar útil interpretar como peligrosa la presencia de un miembro de otra horda, porque realmente podía ser así, eso nos llevaría a verlo como persona mala, perjudicial, negativa, etc., etc., y así poder eliminarlo. Los patrones primitivos de pensamiento probablemente se fueron adaptando a aquellas condiciones prehistóricas bajo las cuales la supervivencia dependía de la reacción del individuo, instantánea en muchos casos, sin tiempo de reflexión, frente a la aparente amenaza de algún extraño o incluso de ciertos individuos del mismo bando. Era necesario clasificar a los otros de peligrosos o no, sin ambigüedades y esta manera de clasificar es lo que llamamos el pensamiento dicotómico que observamos en los individuos crónicamente enfadados, muy criticones o exageradamente irritables. Este mismo pensamiento dicotómico observamos que también dirige la conducta de los grupos enfrentados, sean comunidades o naciones.

Si en función de lo que pensamos ante una determinada circunstancia sentimos, y según pensamos y sentimos actuamos, habrá que tener mucho cuidado con los errores de pensamiento que tenemos, ya que como veíamos tenemos ciertos automatismos, impulsos negativos, que el que se manifiesten dependerá de la interpretación que hagamos de los hechos.

Hay muchos tipos de errores de pensamiento, demasiados para tratar de recogerlos en un artículo. Veamos alguno, por ejemplo lo útil que puede resultar aprender a hacer inferencias y por tanto a generalizar, pero a la vez lo peligroso que puede llegar a resultar. Por ejemplo si al cazar a la cría de un animal vemos que la madre reacciona violentamente, podemos generalizar que las madres de otras especies reaccionarán de forma similar. Es decir la generalización nos permite aprender con pocas experiencias, pero como decimos tiene su vertiente negativa y así, cuando algo que hace alguien nos duele, si generalizamos y decimos que tiene mala intención, de este modo justificamos nuestro ataque y sin embargo, es posible, que la persona que nos ha causado un daño, no tuviera intención de causárnoslo.

Es mucho más fácil que nos sintamos agredidos o enfadados cuando llevamos las acciones específicas (“él criticó lo que dije”), a la generalización rotunda (“él siempre me critica”), o al enjuiciamiento (“es un desconsiderado”), para así poder actuar violentamente. Pero en gran medida como vemos son procesos bastante primarios y obsoletos en la inmensa mayoría de situaciones en que se ve envuelto el ser humano en la actualidad, que además tienen la enorme pega de dificultar los arreglos, el entendimiento y la mejora de las relaciones.

Como los sentimientos no son más que la expresión del significado que damos a los hechos, para acabar con la ira y con la violencia, necesitamos aclarar las aberraciones cognitivas y creencias erróneas que llevan a los conflictos personales e intergrupales, más que confiar en códigos morales y cánones religiosos.

Miguel Ángel Ruiz González
Psicólogo colegiado BI00253

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